DISCURSO DEL
SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SEÑOR JORGE DEZCALLAR DE MAZARREDO
NUEVO
EMBAJADOR DE ESPAÑA ANTE LA SANTA SEDE
Viernes 18 de junio de
2004
Señor Embajador:
1. Me es grato recibirle al
hacerme entrega de las Cartas Credenciales que le acreditan como Embajador
Extraordinario y Plenipotenciario del Reino de España ante la Santa Sede, en
este acto que me ofrece también la oportunidad de expresarle mi cordial
bienvenida y, a la vez, los mejores deseos para el desempeño de la alta
responsabilidad que su Gobierno le ha encomendado.
Agradezco las amables palabras que
me ha dirigido, las cuales me han hecho reavivar los sentimientos de cercanía y
aprecio a un País que, como Vuestra Excelencia ha resaltado, desde su honda
raigambre cristiana se ha distinguido siempre por su vinculación a la Iglesia,
dando lugar a que, mediante una ingente obra de evangelización, un gran número
de sus fieles en el mundo hablen español.
Aprecio de corazón los saludos de
parte de Su Majestad el Rey, de la Familia Real, de la Nación española y de su
Gobierno, rogándole se haga intérprete ante ellos del afecto entrañable del Papa
por todos los españoles.
2. Al constatar con satisfacción
el estado de las relaciones diplomáticas entre España y la Santa Sede, basadas
en la estima y el respeto, no puedo olvidar mis cinco viajes a ese país.
Recuerdo sobre todo el más reciente, el año pasado, cuando a la expresividad de
los testimonios se unió una vivacidad y fervor desbordantes. Me encontré una vez
más con una multitud de todos los sectores sociales, vibrante, de una fe
profunda y un afecto entrañable al Sucesor de Pedro. Fue un signo muy claro de
esperanza para la Iglesia y también para la sociedad española, pues los elevados
valores vividos intensamente son como el alma que da cohesión a toda actividad
humana e infunde creatividad y entereza en los momentos de decaimiento o de
adversidad, de la que España ha tenido también muy recientemente trágicas
experiencias, sobre todo a causa de la plaga del
terrorismo.
Consciente de ello, me despedí
dirigiendo una invitación encarecida a los españoles: “No descuidéis nunca esa
misión que hizo noble a vuestro País en el pasado y es el reto intrépido para el
futuro” (Regina caeli, Madrid, 4 mayo 2003). Es
una misión que perdura incluso fuera de las fronteras patrias, donde muchos
miles de religiosos y religiosas, voluntarios y cooperadores laicos, con su
dedicación y esfuerzo abnegado, son tantas veces portadores de la mejor imagen
de su patria. España ha dado una pléyade de santos y está sembrada de
monumentos, centros de asistencia, de cultura y obras de arte inspirados por la
fe. Son muestras patentes de su identidad y de la fuerza vital que ha guiado su
gloriosa historia y ha sabido llevar con generosidad a muchos otros pueblos. En
el momento en que en la vieja Europa nace también un nuevo orden, no puede
faltar entre sus aportaciones la manifestación expresa de las raíces cristianas,
de las que, como en los otros países europeos, ha ido brotando durante siglos un
alto concepto de persona abierta a la trascendencia, que es también un factor
decisivo de integración y universalidad.
3. En el ejercicio de su propia
misión, la Iglesia busca el bien integral de cada pueblo, actuando en el ámbito
de sus competencias y respetando plenamente la autonomía de las autoridades
civiles, a las que aprecia y por las pide a Dios para que ejerzan con
generosidad, acierto y justicia su servicio a todos los ciudadanos.
En efecto, se trata de dos ámbitos
autónomos que no pueden ignorarse, pues ambos se benefician de un diálogo leal y
constructivo, ya que el bien común requiere con frecuencia diversas formas de
colaboración entre ambos, sin discriminación o exclusión alguna. Esto es lo que
plasman los Acuerdos parciales entre la Iglesia y el Estado, establecidos
inmediatamente después de la aprobación de la actual Constitución española. Los
frutos alcanzados y el desarrollo adquirido en su aplicación concreta son
resultado también de una constante comunicación abierta, establecida sobre una
base firme y duradera precisamente para evitar el riesgo de alteraciones bruscas
o alternancias pasajeras, que en muchos casos producen inseguridad y
desconcierto respecto a los derechos propios de las instituciones, de la familia
y de los ciudadanos.
4. En su acción evangelizadora, la
Iglesia se esfuerza en invitar a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a
construir una sociedad basada en valores fundamentales e irrenunciables para un
orden nacional e internacional justo y digno del ser humano. Esto va unido a su
misión religiosa y tiene un carácter ético de alcance universal, fundado en la
inigualable dignidad de la persona humana, creada a imagen de Dios, de la que
nacen sus derechos inalienables, que precisamente las instituciones públicas han
de servir y promover, según el clásico principio de subsidiariedad. Así, la
convivencia humana, en vez de obedecer únicamente a intereses parciales o
pasajeros, se debe regir por los ideales de libertad, justicia y solidaridad.
Desde esta perspectiva, es
conveniente poner de manifiesto la incoherencia de ciertas tendencias de nuestro
tiempo que, mientras por un lado magnifican el bienestar de las personas, por
otro cercenan de raíz su dignidad y sus derechos más fundamentales, como ocurre
cuando se limita o instrumentaliza el derecho fundamental a la vida, como es el
caso del aborto. Proteger la vida humana es un deber de todos, pues la cuestión
de la vida y de su promoción no es prerrogativa solamente de los cristianos,
sino que pertenece a toda conciencia humana que aspira a la verdad y se preocupa
por la suerte de la humanidad. Los responsables públicos, en cuanto garantes de
los derechos de todos, tienen la obligación de defender la vida, en particular
la de los más débiles e indefensos. Las verdaderas “conquistas sociales” son las
que promueven y tutelan la vida de cada uno y, al mismo tiempo, el bien común de
la sociedad.
En este campo se dan algunas mal
llamadas “conquistas sociales”, que lo son en realidad sólo para algunos a costa
del sacrificio de otros, y que los responsables públicos, garantes y no origen
de los derechos innatos de todos, deberían considerar más bien con preocupación
y alarma.
Algo similar sucede en ocasiones
con la familia, núcleo central y fundamental de toda sociedad, ámbito
inigualable de solidaridad y escuela natural de convivencia pacífica, que
merece la máxima tutela y ayuda para cumplir sus cometidos. Sus derechos son
primarios respecto a cuerpos sociales más amplios. Entre tales derechos no se ha
de olvidar el de nacer y crecer en un hogar estable, donde las palabras padre y
madre puedan decirse con gozo y sin engaño. Así se prepara también a los más
pequeños a abrirse confiadamente a la vida y a la sociedad, que se beneficiará
en su conjunto si no cede a ciertas voces que parecen confundir el matrimonio
con otras formas de unión del todo diversas, cuando no contrarias al mismo, o
que parecen considerar a los hijos como meros objetos para la propia
satisfacción.
Entre otros, la familia tiene el
derecho y el deber de educar a los hijos, haciéndolo de acuerdo con sus propias
convicciones morales y religiosas, pues la formación integral no puede eludir la
dimensión trascendente y espiritual del ser humano. En este contexto se plantea
el papel de las instituciones educativas vinculadas a la Iglesia, que
contribuyen al bien común, así como tantas otras que en diversos ámbitos prestan
también un servicio a los ciudadanos, a menudo a los menos favorecidos. Tampoco
se debe infravalorar la enseñanza de la religión católica en las instituciones
estatales, basada precisamente en el derecho de las familias que lo solicitan,
sin discriminaciones ni imposiciones.
5. Señor Embajador, le reitero mis
mejores deseos al frente de la Embajada de su País ante la Santa Sede y, en este
Año Santo Jacobeo, ruego al Apóstol Santiago que, como lo ha sido durante
siglos, continúe siendo un faro luminoso para los pueblos de España y haciendo
de sus tierras un camino sembrado de esfuerzos y esperanzas para tantos
peregrinos de toda Europa. Muchos de ellos han quedado fascinados por la acogida
y la nobleza de quienes han encontrado a su paso; han sido testigos de su
laboriosidad, constancia y fidelidad; han descubierto una nación que sabe mirar
alto. Éstas son virtudes que han conformado una gloriosa historia y que, con el
empuje y la colaboración leal entre todos, hacen esperar también en un futuro
prometedor, en una sociedad más próspera, ecuánime y abierta a los valores del
espíritu.
Con
estos deseos, a la vez que le deseo una feliz estancia en Roma, le imparto la
Bendición Apostólica, que extiendo a su distinguida familia y a sus
colaboradores.